viernes, 13 de enero de 2012

Cuento del escritor y el pinto

Había una vez un escritor y un pintor. Españoles ambos por supuesto: andaluz y gitano el escritor, el pintor simplemente catalán. Sin embargo se conocen en Madrid, muy lejos de casa, en una Residencia para Estudiantes. Unía sus vidas (sí, incluso desde mucho antes de que vinieran al mundo a conocerse) un fino hilo llamado Surrealismo, que como todas las cosas, nunca fue completamente real. Ese hilo carísimo y etéreo fue quien abrió la puerta de la habitación de F. en el mismo momento en que S. subía por las escaleras con una maleta a cuestas. Se miraron. F., dueño de una lírica inalcanzable, vio la piel tersa y clarísima, nívea, de S., el dueño de unos ojos sin límites.

Los artistas más talentosos, las más grandes mentes de una generación específica, están destinados a cruzarse. Como si el mundo fuera un cuarto muy pequeño lleno de libros, donde es imposible no chocar con el otro. Hablaron. Hablaron mucho. Pasaron días sin mirarse. Así era su contacto: suave, lento, lleno de las pausas en staccato en las cuales se cambia de página (momento atiborrado de vacíos, mundo atiborrado de vacíos). S. y F. pasaban uno al lado de otro en los pasillos: nadie lo notaba (miraban al piso, las manos en los bolsillos), ni lo percibían (los ojos en un libro, una manzana entre los dedos). F. y S. pasaban noches enteras (la luna gigantesca pintaba la ventana abierta de par en par), sí, horas y noches y eternidades hablando de arte, de ideas de arte, de futuras grandes obras, del mundo jodido que un buen verso puede destruir, del mundo jodido que el matiz sublime de un color en retirada puede hacer cambiar. Se les iban los minutos (los segundos, ah, los segundos, la procesión de segundos, corrían tan lento) en mirarse (media luz, luz de velas; calor de fuego y viento frío), en mirarse sin atinar palabra.

Eran jóvenes. Parecía que el tiempo no avanzaba, que el sol de Madrid se quedaría por siempre en lo alto, inamovible. Cadaqués parece ahora un buen sueño, decía S., un cuadro, de técnica impresionista, de los primeros que hizo. Cadaqués había quedado reducido a la sensación de los colores diluyéndose. Cadaqués era sólo el puerto de Cadaqués de noche, la vista de puerto Dogué, la vista de Cadaqués desde playa Poal, Portlligat. Cadaqués, su Cadaqués lejano. Cataluña ya no era su mundo íntimo, ni siquiera llegó a serlo Madrid o esa Residencia, el cosmos se reducía ahora al cuarto de F. en las noches.

En los días que siguieron a veces no se conocían, a veces solamente se saludaban como conocidos ajenos, a veces sólo se daban silencio indiferente. Pero hablaron. Aunque no se conocieron a la hora del desayuno en la mañana, se hablaron en esa oscuridad donde tronaban los grillos de fondo, encendidos. Hablaron: cada uno se dibujó con palabras en la mente del otro (las fotografías que toma la memoria, el registro de las caras y cuerpos de los demás, se perdieron, perdiendo importancia, consumiéndose).

Aunque todos saben bien que cuando nace el deseo del alma, estalla también el del cuerpo (por eso S. deseó la anatomía torpe, hosca y desconocida de F., y por eso F. sudó tratando de encontrar las fotos de su memoria de la piel blanca y tersa de S., la piel que no recordaba pero que se moría por tocar). Así, llegado el momento, ocurrió lo que no se puede evitar para siempre. Una noche (sin estrellas, con estrellas; con faroles en la calle, sin faroles en la acera), mientras jugaban a no reír por las caras y poses del otro (S. con una corbata amarrada en la frente, F. con una sábana por capa), se acercaron y pusieron sus labios juntos. Y así, enlazadas como los besos que se sucedían, una pincelada fue dando paso a la otra (párpados cerrados, sonrisas propias en la boca ajena, incendio de velas junto a la piel sudorosa). Esgrima, en un verso suyo el poeta diría que aquello era esgrima. Esgrima: juego de espadas chocando entre sí. Duelos a muerte contra uno mismo, buscando salvar al otro (sonrisas silenciosas, gemidos suaves, hilillos de saliva que escurren por la comisura de la boca para caer en algún punto de entre las montañas de la cama de mundo extendido, los cabellos revueltos). Constante (únicamente cuando el calor derretía sus fuerzas de sana oposición al placer, evitando las noches de luna llena y de viento helado), sí, se revolvieron entre las sábanas con regularidad de reloj descompuesto, se aferraron el uno al otro con la manía puntual del sol para escapar del crepúsculo. Fueron duelos contra el cuerpo y la cordura, tal vez, dirían después.

Para evitar caer en la monotonía, decidieron hacer un viaje hacia algún lugar muy lejos y muy solo. Lo decidieron sin consultar las rutas de los ferrocarriles, asintiendo. Ir, primero, a Cadaqués, para luego precipitarse al fin del mundo de Andalucía, la tierra natal y mágica del escritor.

Salieron cuando era menos conveniente y llegaron a su destino luego de muchas horas. La playa, la bahía de una Cadaqués que S. veía igual que toda la vida, el mar que F. ya conocía por haberlo visto en muchas pinturas (y fue por eso, por miedo a lo ya conocido, que se echaron sobre las piedras contra las cuales chocaban las olas, se quitaron la ropa, bebieron agua salada, F. untó arena en la cara hermosa de S.). El sol, esa vez, jamás se quitó su vestido de nubes. Nadaron, como antes hablaban: de noche, dejando que fuera la luna y no el agua la que mojara sus cuerpos desnudos; de madrugada, limpios y descansados en la claridad de no haber dormido nada en la víspera; también de día navegaron las aguas, para luego dormir.

Esto, lo que sigue, no lo sabe nadie: una señora muy vieja, que andaba por los lindes del pueblo con un cesto de frutas bajo el brazo, los vio una vez. A la anciana se le quemaron los ojos al instante, por no poder soportar las imágenes del éxtasis. Dos adolescentes puestos en la lejanía por una mano diestra y un óleo excelente. La impudicia con que esos dos muchachos se quitaban la ropa ligerísima para andar sin ataduras en el mundo de ellos. El goce con que se devoraban (comer el miembro del otro, sorber el rumor que se les escapa por los poros, poseer, dominar, dejarse poseer, sentir en las entrañas una palabra no dicha, tener en la mente algo prohibido). Y no hay poder humano que soporte la visión de la total libertad (y por eso un pincel invisible cegó a la vieja, para que no hablara de lo que no sabía, para que no contara cuentos imposibles de realidades palpables y macizas como catedrales). En Cadaqués aún hoy (mucho tiempo después) flotan las cenizas de los ojos de aquella mujer, y son esas cenicitas las que dibujaron una película que alguien vería, son ellas las que no escribieron esta historia.

F., S., por un momento, nada más.

Los finales están hechos para escapar de las repeticiones (que no tienen nada que ver con la constancia). Llega el fin. Un final con coda para decirles que es hora de partir de nueva cuenta. Adiós, Cadaqués. Adiós, Cataluña. Adiós, agua hirviente, paisaje de ligeras poesías. Suben al tren, se deslizan por miles de kilómetros hasta un sur que está casi en la última estación de la realidad. Se ahogan en el aire bochornoso de los viajes largos. Se duermen (todos los pasajeros duermen también en el vagón) antes de la estación, medio país antes. Esperan por una Andalucía que se va a caballo por el camino contrario.

F. soñó. F. soñó demasiado. Sueña con los campos de su tierra (una manada de ciervos, algunos ríos, un gato montés en un risco, bosques detrás, un bosque laberíntico e inexplorado que se asienta al final de su visión tapando lo que hay más allá). Sueña: romanceros, gacelas, versos libres, sonetos del amor más oscuro, más pútrido, más delicioso. Sueña las cigarras tocando sus violines en una sinfonía al son de una noche. Sueña calles de piedra color arena del desierto. Sueña. Sueña que están otra vez en la Residencia para Estudiantes donde se conocieron, en la segunda planta, en su propia habitación, uno frente al otro, fijos, mirándose. Sueña que está en los ojos de S. Sueña beberse el sudor S., el semen de S., las lágrimas de S., la sangre vertida y derramada de S., la vida en un vino de S. Sueña una muerte olvidable. Sueña que llegarán a casa, que comerán pan recién horneado en el hogar, que tomarán siestas entre los árboles altos. Sueña ver (él, parado frente al horizonte). Sueña que discute con el hombre que duerme a su lado. Sueña que S. se va, que se baja en una parada anterior, que nunca sube al tren con él, que se dejaron desde casi siempre. Sueña que no sabe por qué S. ya no está ahí. Sueña las palabras que le dijo alguna vez, en las noches de Madrid con las ventanas abiertas y los silencios prendidos. Sueña que despierta. Y despierta.

F. abre los ojos (los ojos por supuesto no reflejan nada). Está solo. Tiene años estando solo. De una u otra forma, ha aprendido a estar solo (y por eso, la soledad también ha aprendido a estar con él). Ha vagado mucho tiempo por muchos caminos polvosos, fue de un lado a otro de España, escribió demasiado, trató de acercar su teatro al pueblo. No soñó: durante años enteros, no soñó, hasta este vendaval de memorias. No sabe ya casi nada nuevo de S., lo que le cuentan de él le termina por parecer siempre una novela moderna, alejada de la realidad. A pesar de todo, aún sabe de la piel blanca de S. y sus territorios extendidos, eso no se olvida nunca.

Trata de dormir. Llega a la ciudad y va a casa. Como quien lo hace todos los días. Horas después, ahí lo apresan unos hombres armados y se lo llevan a los bordes del bosque. Armas apuntándolo (F. se mantiene erguido, no dice nada, no mira nada). El año: 1938, cuando se hiela el corazón de todos los que miran su país consumirse (sólo para citar a Machado, un viejo conocido, gran amigo). El corazón helado, el cuerpo helado, F. inmóvil. Suenan las balas. Cae. Aburrido, se deja ir en el vano juego de perder la consciencia.

Sueña que su sangre va pintando el pasto, alimentando las raíces de los árboles, colocando el lienzo listo en el caballete del bosque. Como guiado por una mano superior. Sueña su piel que se vuelve fría. Sueña que un calor insoportable se almacena entre sus ropas, y derrite poco a poco el reloj que llevaba en el bolsillo. Sueña caballos, humanos, seres que se desvanecen como golpeados por un pincelazo de viento. Sueña el bosque al óleo sobre la noche, la noche avanzando en sfumato por el bosque. Sueña la tierra desconocida donde se pudrirá.

Y vuelve a soñar (porque no despertó nunca), con el reloj deshaciéndose como chocolate, abatido por el mismo infierno que los hacía sudar en las días madrileños (hablaron, el uno frente al otro, F. y su deseo suspirando sobre la piel pálida de S., la suave cadencia del deseo en las palabras para siempre).

Hechizo de las calles, cuento

Sebastián, aquel ser que camina por la calle de Manuel Bravo con dirección al andador turístico: alto, delgado, erguido, bastón en una mano, suéter de intelectual en la otra, boina sobre la cabeza nevada. El viejo asoma la cabeza, con instinto de perro, para revisar que no venga ningún carro y así poder cruzar la calle. En esos segundos de la tarde no pasa un alma, no existe un alma, no hay nada. Cruza rápido, de pronto sin pensarlo ya se encuentra en la otra acera. Camina unos pocos pasos más, y al tocar la primera piedra de cantera de la iglesia de Sangre de Cristo, comienza el hechizo. Siente cómo se le restira la piel de la cara, siente cómo le cambia la distribución de las fuerzas en el cuerpo. No siente, pero imagina, eso sí, su cabello volviéndose castaño, casi cobrizo, como solía ser hace más de cincuenta años. Sebastián no se ha detenido ni un momento, ni un respiro, él sigue andando, y ya da vuelta en la esquina de la misma iglesia, para dirigirse a Santo Domingo. Ahora es un joven que no pasa los diecisiete otoños. Anda, y sus pasos resuenan en los oídos como lo hacen los latidos acelerados del corazón cuando uno corre. Llegado el momento, alza la vista para contemplar la imagen: ese magistral convento dominico que surge del horizonte, interrumpiendo la tela extendida del cielo celeste y carente de nubes. Al llegar, distingue a la muchacha que busca, allá, detenida, muy quieta, contemplando inmutable la fachada principal del ex-convento de Santo Domingo. Se acerca hacia donde ella está, muy lentamente, como cuando el asesino se prepara para matar por la espalda, pero él no es en absoluto un asesino. Nunca ha sabido por qué, pero en ese punto del mundo, en el centro de Antequera, el sol es más intenso, deja un lengüetazo de fuego en la piel.

Cerca ya, Sebastián extiende la mano y la pone sobre el hombro desnudo de Sofía, acaricia esa piel blanquísima, pálida, impoluta, que dentro de muchos años estará tostada por la vida y por el astro mayor. Y ella sabe que es él y aunque no lo ve, no dice nada, lo deja recorrer su cuello, acercarse al mentón, a los labios, hasta que siente la sombra de otro cuerpo abrazándola por detrás y plantándole un beso largo en la mejilla. Sofía oye el viento correr, inesperadamente frío aquella tarde soleada. Suspiran ambos y empiezan entonces a caminar, tomados de la mano, dirigiéndose hacia la derecha, hacia esa calle que no lleva a ninguna parte. Al pasar junto a los magueyes que adornan la plaza de Santo Domingo, Sofía extiende la mano y roza la punta filosa de aquellas plantas con la yema de sus dedos. El viento vuelve a correr, cargado de esencias. Y ella toma luego el delgado rebozo que llevaba en la mano libre y se lo echa sobre los hombros, y así, las sombras que deja en el suelo de piedra danzan al aire. En las escaleras que bajan de la explanada a la banqueta, él la detiene y le clava el primer beso de verdad del día, y vuelve a hacerlo cuando ya han dado algunos pasos más. La sonrisa de adolescente tallándose delicadamente en el rostro de Sofía. Después, metros después, a la sombra de los edificios, caminan más lento que nunca. Otras pocas personas vagan por allí: un niño sigue corriendo las huellas de los rieles del tranvía desaparecido, en el piso. ¿Habrán visto alguna vez Sofía y Sebastián el tranvía cuando pasaba por la ciudad, tiempo atrás, bastante tiempo atrás? Sí, lo vieron, pero no, sencillamente no lo recuerdan ahora, en este momento. Recuerdan mejor otros instantes pasados, escenas aparentemente inconexas: cartas inundadas de perfume, Sebastián montado sobre un caballo llevándole gardenias a Sofía los domingos a la salida de misa de doce en la catedral, contactos de labios amparados en las fallas fugaces del alumbrado público, un boda prometida que nunca pudo realizarse, la primera vez que ella escapó de su casa para encontrarse con él en las calles del centro histórico… Visiones de una Antequera que no va a volver a ser jamás.

Finalmente, llegan a la puerta del Jardín Etnobotánico, abierto sólo en aquellas horas de la tarde. Sebastián hace una seña de saludo al guardia que cuida la entrada y al que regularmente le dan algunos pesos para que los deje pasar así, sin más, y se adentran de inmediato, con paso rápido, sin perder segundos. De paso, Sofía les echa una mirada distraída a los extranjeros que visitan el lugar. Junto a unos frondosos arbustos espinosos al final del Jardín, la muchacha se deja caer en el piso lleno de piedritas blancas. Sebastián la imita, se echa a su lado, y su cara es iluminada de lleno por los rayos de sol vespertino. Ambos esperan atentos a que nadie venga, esa costumbre vieja de toda la vida. No hay pudor, ni miedo, ni nada, pero hay costumbres que cómo tardan en morir. Inclinándose sobre ella, el hombre, el muchacho, une sus labios y comienza a acariciarle el cuerpo extendido en el firmamento. Los colores del día no han cambiado cuando Sebastián empieza a desabrocharle la blusa y a internar sus manos en la falda. A su manera, íntimamente, se desnudan completamente, aunque permanecen vestidos. Un dedo largo recorre la piel suave, virginal sin serlo, de la mujer que ha volteado la mirada para contemplar todas las plantas del Jardín sin verlas. La familia de extranjeros no imagina siquiera lo que ocurre a unos doscientos metros de ellos, en un pequeño espacio cerca de un árbol frondoso y detrás de unos arbustos. Con las piernas cruzadas alrededor de las caderas de Sebastián, Sofía siente de nueva cuenta aquel viento, y siente también los lengüetazos de sol acariciándole la piel de los muslos, del pecho, los ojos cerrados. Lo besa para ahogar los gemidos y no alertar a nadie, pero sobre todo, para no alterar el silencio infinito del lugar. Un suspiro. Antes de caer rendido a un lado, él interna su cara en los cabellos largos y ondulados de Sofía, cabellos de café oscuro, tanto por el olor, como por la tonalidad. Luego Sebastián deja que ella lo abrace y lo retenga, que busque en su cuerpo el aroma a libro viejo que tanto le gusta. Y más tarde, con una calma eterna, como si hubieran pasado semanas, componen su aspecto, se acomodan las ropas, se reajustan los zapatos, se besan, y siguen sin decir nada. No miran el reloj de la muñeca de Sebastián, pero de repente se levantan y caminan hacia la salida. En el camino, Sofía le planta con una sonrisa un último beso que anticipa el encuentro de mañana, y el de toda la vida: misma hora, mismo lugar, mismas calles, mismas personas, mismas sensaciones, mismos detalles, mismas pequeñas sorpresas.

Y después ella se marcha, sale del Jardín, observa la calle de Reforma en busca de un vacío ente los automóviles que le permita pasar al otro lado. Él se queda ahí, recargado sobre el muro de piedra antigua, viendo a la mujer con la que no pudo casarse hace más de cincuenta años por ser demasiado pobre, y con la que ahora no se casa porque sencillamente ha pasado demasiado tiempo. Luego de cruzar, desde la otra acera, Sofía vuelve la vista y echa una mirada de despedida. Aquella mujer que camina sola mientras el cielo oscurece, una señora que pasa los sesenta y tantos perdiéndose en la infinitud del crepúsculo en esa ciudad tan extraña, una luna que se derrama en sus cabellos y los tiñe con su luz, Sofía volviendo a tomar el chal para protegerse del frío y de la edad, aquella mujer alejándose del hechizo de las calles.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Dos poemas - Jaime Bayly

My own private Zelig

Conozco a este chico
Que cuando termina de hacer el amor
Se pone a llorar

No llora porque esté triste o contento
Llora porque hubiera querido hacer el amor
Con otra persona
Con una persona que aún no conoció
(O con una persona que conoció
Y no se atrevió a amar)

Este chico cuando era chico solo pensaba en chicas
Miraba las revistas y se agitaba pensando en ellas
Había una chica desnuda columpiándose en Playboy
Era el gran amor de su vida
Se suponía que este chico estaba destinado
A amar a una chica

No supongas nada en las cosas del amor
Las cosas que supones rara vez ocurren
En el juego del amor solo gana el que pierde
(Y eso con suerte)

Es difícil hacer el amor pero se aprende, dijo el poeta
El chico aprendió como quien aprende a esquiar
Cada vez que hacía el amor, se caía y lloraba
Lo hacía con chicas, se caía y lloraba
Lloraba pensando que debía hacerlo con chicos
Lo hacía con chicos, se caía y lloraba
Lloraba pensando que debía hacerlo con chicas
Y así se le fue la vida
Aprendiendo a amar como quien aprende a esquiar

No sigas esquiando si te vas a seguir cayendo
Chico suave
Chico camaleón
My own private Zelig

No sigas llorando después del amor
No eres gay/straight/bisexual/asexuado
Eres todo eso y nada de eso
Eres lo que los otros quieren que seas
Eres lo que no pudiste ser con esa puta que te asustó
Eres puto y donjuan
Porfirio Rubirosa/pérfida mariposa
My own private Zelig

No me cuentes tus historias
Que me harás llorar
Ven aquí a mi lado
Bésame como un chico o una chica
Bésame como te dé la gana
Muere un poco dentro de mí
Y luego llora todo lo que quieras llorar
Como un chico o una chica

Llora si quieres
Pensando en esa persona
A la que no te atreviste a amar
Y ahora te odia


Cállate

No me digas que me amas
No me hagas promesas
No me hables del futuro
Como si el futuro existiera

No llames por teléfono
No mandes mensajes de texto
No escribas palabras calenturientas
No juegues conmigo
No resisto más
Que seas mi amante
a la distancia

Si de verdad me amas
Sube al primer avión
Toma un taxi
No te peines ni te laves las manos
No te compres ropa nueva
Y ven a verme

Y no me digas que me amas
No me hagas promesas
No me hables del futuro
Como si el futuro te perteneciera

Simplemente cállate
Bájate el pantalón
Enséñame lo que tienes para mí
Y demuéstrame
Sin decir una palabra
Agitándote conmigo
Si es verdad que tanto me amas

A mi edad, cariño
El amor no se mide por palabras
Se mide
(Perdona la franqueza)
Por orgasmos y erecciones
Y es así
Humanamente
Como quiero que
me ames esta noche
Y todas las demás

Cállate la boca
Apaga el celular
Quítate le ropa
Y demuéstrame
Cuán duro y resistente
Es tu amor por mí

La dama de los aforismos (Parte I)


Por Manuel del Callejo

La literatura subyuga. Ésa es su función: una mezcla de algo delicioso en medio del espanto. ¿O de qué otra forma describir esa sensación de angustia al sabernos dominados por las palabras, en una seducción tal que nos haría negar hasta nuestro nombre? Por supuesto que no cualquier libro logra esa maestría: el poder de dios (el de hacernos soñar, diría Vargas Llosa) está reservado solamente para algunas escasas obras del ingenio humano. El lector puede preguntarse: ¿qué obras? La respuesta ha sido motivo de interminable discusión por siglos, y a mí, con mi magro conocimiento, no me interesa para nada ahondar en el tema; hacerlo sería muestra de una soberbia tal que me abstengo por mero pudor. Y, creyente como soy de la libertad individual, no me queda más que esperar que cada lector saque sus propias conclusiones y responda con sus manos y sus recuerdos a esa pregunta esencial.
La idea del lector rendido ante un libro me viene especialmente luego de un descubrimiento que puede causar hilaridad, como si me proclamara inventor del agua fría, pero que en mi fuero interno ha sido un cataclismo apasionante. La dama en cuestión tiene nombre y apellido, y una mirada terrible para la memoria. Se llama Amélie Nothomb. Es belga. Nació en Kobe, Japón, en 1967. Aquí no hay contradicción: ser hija de un diplomático permite este tipo de gracias. Mi encuentro con su prosa, algo azaroso hay que admitir, es reciente y, por lo tanto, la quemadura que dejan sus novelas todavía arde a la menor provocación. Y exactamente eso es Nothomb: una eterna provocación.
Recuerdo la primera vez que me topé con libro suyo. Extrañamente, fue en una tienda departamental. Editorial Anagrama ya es una carta de presentación por sí sola, y aunque no se pueda confiar a ojos cerrados en ella, permite augurar una cierta calidad y alguna innovación en el valle de lágrimas que suele ser la literatura de hoy día. Es difícil para mí hablar de lo que se publica actualmente: me agarrota la nostalgia, la boca se me llena de un hambre de estética, de Nabokov, de finura en los detalles y de unos cuantos aires del inmortal Boom Latinoamericano. Me imaginaba de todo menos lo ansiado cuando leí la contraportada de Viaje de invierno. La trama, narrada en esas frases hechas únicamente para vender, me pareció completamente ajena a mi campo de intereses habituales: un hombre secuestrando un avión y dando como razón el “terrorismo de amor”. Vamos, no me parecía una provocación de verdad, que llegara a profundidad: me parecía más de la misma rebeldía vacía con que ciertos escritores contemporáneos adoran vestirse. Pero había algo ciertamente muy extraño ahí: la mención del amor. Cualquier lector promedio puede darse cuenta de que en los estantes actuales de literatura, el amor es un invitado incómodo que ya fue echado a patadas (de literatura seria, por decirle de alguna manera; novelas rosas siempre va a haber), como si fuera un lastre que ya ha sido superado en aras de la modernidad y la post-modernidad (lo que sea que eso signifique). De cualquier forma, aquella vez no compré el libro de Nothomb.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Árbol de Diana - Alejandra Pizarnik

1


He dado el salto de mí al alba.

He dejado mi cuerpo junto a la luz

y he cantado la tristeza de lo que nace.



2

Estas son las versiones que nos propone:

un agujero, una pared que tiembla...



3

sólo la sed

el silencio

ningún encuentro

cuídate de mí amor mío

cuídate de la silenciosa en el desierto

de la viajera con el vaso vacío

y de la sombra de su sombra



4

Ahora bien:

Quién dejará de hundir su mano en busca

del tributo para la pequeña olvidada. El frío

pagará. Pagará el viento. La lluvia pagará.

Pagará el trueno.



5

por un minuto de vida breve

única de ojos abiertos

por un minuto de ver

en el cerebro flores pequeñas

danzando como palabras en la boca de un mudo





6

ella se desnuda en el paraíso

de su memoria

ella desconoce el feroz destino

de sus visiones

ella tiene miedo de no saber nombrar

lo que no existe





7

Salta con la camisa en llamas

de estrella a estrella,

de sombra en sombra.

Muere de muerte lejana

la que ama al viento.





8

Memoria iluminada, galería donde vaga

la sombra de lo que espero. No es verdad

que vendrá. No es verdad que no vendrá.





9

A Aurora y Julio Cortázar



Estos huesos brillando en la noche,

estas palabras como piedras preciosas

en la garganta viva de un pájaro petrificado,

este verde muy amado,

este lila caliente,

este corazón sólo misterioso.



10

un viento débil

lleno de rostros doblados

que recorto en forma de objetos que amar



11

ahora

en esta hora inocente

yo y la que fui nos sentamos

en el umbral de mi mirada



12

no más las dulces metamorfosis de una niñ3; de seda

sonámbula ahora en la cornisa de niebla



su despertar de mano respirando

de flor que se abre al viento



13

explicar con palabras de este mundo

que partió de mí un barco llevándome



14

El poema que no digo,

el que no merezco.

Miedo de ser dos

camino del espejo:

alguien en mí dormido

me come y me bebe.



15

Extraño desacostumbrarme

de la hora en que nací.

Extraño no ejercer más

oficio de recién llegada.



16

has construido tu casa

has emplumado tus pájaros

has golpeado al viento

con tus propios huesos

has terminado sola

lo que nadie comenzó



17

Días en que una palabra lejana se apodera de mí. Voy por esos días

sonámbula y transparente. La hermosa autómata se canta, se encanta,

se cuenta casos y cosas: nido de hilos rígidos donde me danzo y me

lloro en mis numerosos funerales. (Ella es su espejo incendiado, su

espera en hogueras frías, su elemento místico, su fornicación de nom-

bres creciendo solos en la noche pálida.)



20

a Laure Bataillon



dice que no sabe del miedo de la muerte del amor

dice que tiene miedo de la muerte del amor

dice que el amor es muerte es miedo

dice que la muerte es miedo es amor

dice que no sabe



21

he nacido tanto

y doblemente sufrido

en la memoria de aquí y de allá



22

en la noche

un espejo para la pequeña muerta

un espejo de cenizas



23

una mirada desde la alcantarilla

puede ser una visión del mundo

la rebelión consiste en mirar una rosa

hasta pulverizarse los ojos



32

Zona de plagas donde la dormida come lentamente

su corazón de medianoche.





33

alguna vez

alguna vez tal vez

me iré sin quedarme

me iré como quien se va





34

la pequeña viajera

moría explicando su muerte



sabios animales nostálgicos

visitaban su cuerpo caliente







35

a Ester Singer



Vida, mi vida, déjate caer, déjate doler, mi vida, déjate enlazar de fuego,

de silencio ingenuo, de piedras verdes en la casa de la noche,

déjate caer y doler, mi vida.





37

más allá de cualquier zona prohibida

hay un espejo para nuestra triste transparencia





38

Este canto arrepentido, vigía detrás de mis poemas

este canto me desmiente, me amordaza.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Dos miradas a la infancia


Por Krishna Avendaño

En la narrativa existen muchos ejemplos de novelas o relatos que se centran en la infancia. Sin ir demasiado lejos, podemos encontrar Un mundo para Juluis de Bryce Echenique, novela que a la vez contiene cierta visión crítica hacia las clases altas de la sociedad limeña. Sin embargo, este pequeño texto se centrará en dos novelas de autores de la misma generación que, estando en distintos países y cuyas temáticas en general son completamente diferentes, se arriesgaron a construir un par de narraciones que buscan el pasado para reencontrar esa infancia que ya les ha quedado lejana. De Xavier Velasco se puede decir que su obra más importante es Diablo Guardián, misma que ganó el Premio Alfaguara en el 2003, y que en general su narrativa es irreverente a la vez que un testimonio de lo urbano. De tal manera sorprendió que el autor de El materialismo histérico escribiera una novela como Éste que ves, donde él mira en su pasado una infancia compleja. Jaime Bayly, a pesar de tener la misma edad que Velasco, tiene un repertorio mucho más amplio de novelas, entre las que, sin duda alguna, destacan No se lo digas a nadieLa noche es virgen, Y de repente, un ángel y El canalla sentimental, la mayoría de ellas giran en torno a la temática bisexual y al mundo de las drogas. Sorprende, cómo no, con su novela más inocente: Yo amo a mi mami, que es el testimonio de un niño rico de Lima.

Jaime Bayly
Si bien Velasco y Bayly son autores fundamentalmente distintos, ambos han buscado la memoria de esos días que, como dijera el mexicano, son "esa sucursal del purgatorio que los olvidadizos llamantierna infancia". Pero en ambos esa búsqueda es diferente, incluso en la manera de ejecutar la novela. Los niños, con sus temores y dudas, tienen metas diferentes. El de Velasco lo conocemos desde que apenas va a entrar en la primaria y veremos su evolución hasta la preadolescencia; el Bayly se queda en los diez u once años, aunque es acaso un testigo de momentos más convulsionados. Lo que resulta interesante en una primera aproximación es la profunda cultura latina del miedo y la religión católica. Al niño Velasco lo preparan para la primera comunión entre amenazas y pecados, la mentira más piadosa podría mandarlo al infierno y eso es algo que lo atormenta, que lo hace estremecer cuando tiene que confesarse. El caso de Jimmy es aún más extremo, pues su madre es la más católica y fanática de las limeñas, lo que a su vez, entre ternura y el terror perverso de los santos, atemoriza al niño cuando éste comienza a fijarse en las niñas, de ahí que Jimmy sea candidato a tener un boleto para el infierno.

Xavier Velasco
Velasco dice que en Éste que ves se recogen esas experiencias que de niños serían imposible contar: a veces los pequeños mueren de amor, pero los adultos no lo creen, lo ven como algo muy lindo, tierno e incluso estúpido. El niño es un personaje alienado de su entorno, aunque algunos son capaces de adaptarse mejor que otros. El pequeño Xavier - que así llamaremos porque nunca se dice su nombre - es el hijo único de clase alta de la Ciudad de México, solitario y temeroso, que canta a escondidas las canciones de Raphael porque le han dicho que eso de cantar es sólo de mujeres. Jimmy es un niño tímido también, pero con más cercanía a los demás, pues a lo largo de la novela se detallan los viajes que hace a casa de sus amigos. Ambos están enamorados, Xavier de P y Jimmy de Annie. Aquí es donde se separan las dos psicologías que también determinan la manera de escribir de ambos autores. En el caso de Velasco vemos un amor platónico que incluso recuerda a Felipe de Mafalda, enamorado a perpetuidad de una vecina a la cual jamás le habla, a pesar de formar miles de planes en su mente para abordarla, o bien con la Pequeña Pelirroja de Charlie Brown. Con Bayly vemos un acercamiento a la temprana sexualidad, llena de inocencia pero con destellos eróticos sutiles que lo condenan al infierno, y es que aquí el niño es quien busca a su enamorada, desea verle los calzones cuando ella da de vueltas y trae falda, se siente culpable cuando se percata de que hay un bulto en su entrepierna, ese lugar malvado que sólo sirve para orinar, según la madre.

Las aspiraciones también cambian. Velasco las va descubriendo a lo largo de las páginas, mientras que Bayly las fija desde el primer instante. Xavier, solitario y con pocos amigos, algo problemático en la escuela, negado para las matemáticas, se esconde en su cuarto para cantar en voz baja esas canciones y para escribir historias, cambiarle el final a los cuentos que le han leído y mejorar las películas que en su opinión pudieron estar mejor realizadas. Escribir es el modo en que el niño se salva de un mundo que lo ha excluido por ser diferente a los demás, por ser a la vez que el más alto de la clase el más timorato. Jimmy, en cambio, sólo quiere pasar largas horas acariciando el cabello de su hermana, que aparece como un primer fetiche, e ir a Disney como todos sus amigos lo han hecho, le parece absurdo que siendo tan rico, hijo de un banquero, jamás haya salido del Perú. Jimmy no tiene que recluirse en las letras, ése es un descubrimiento que ni siquiera es mencionado en el lbro.

En cuanto a la forma de plasmar la visión infantil, Bayly sale mejor librado de la tarea tan difícil que es reproducir el mundo inocente. El peruano tiene una prosa muy versátil que se transforma novela a novela, que es capaz de recoger la ternura y la ironía en un mismo párrafo. Como ejemplo de ello está El canalla sentimental, la más madura de sus novelas, elegantemente escrita a pesar de lo sencilla que se nos presenta. La noche es virgen, algo más joven, es un verdadero acto de maestría, pues recoge con una tremenda naturalidad el habla coloquial de Lima, toma el sentimiento de los que se drogan, narra sin pudor los encuentros sexuales, y aún así logra una insospechada ternura que sorprende y encanta. En ese sentido, Yo amo a mi mami es destacable en la medida en que deshaciéndose de las temáticas polémicas y el lenguaje franco, reproduce de manera genial el pensamiento del niño, valiéndose de recursos gramaticales destacables, creando así una voz que cuando menos está muy bien lograda. La cursilería de la madre se complementa con los destellos irónicos que el autor maneja, porque Jimmy no es sólo testigo de sus aventuras, sino de un país convulsionado y gobernado por militares. Bayly registra la vida política del Perú desde un punto de vista algo incrédulo pero a la vez convencido. Jimmy no cree en el comunismo, quizá porque no lo entiende o porque es un camino al infierno, pero sabe que el gobierno militar ha oprimido al país. El testimonio se da de manera brillante sobre todo en el capítulo El niño más rico de todos, donde los militares ordenan que todos los estudiantes del país deben llevar el mismo uniforme escolar; el final, que recoge la angustia de personajes nodales en la narración, es simplemente estremecedor a la vez que inocente.

Por su parte, Velasco es más intimista y despreocupado por el mundo que lo rodea - como tienden a ser los niños, a decir verdad -, a la vez que su prosa a veces se confunde con la de un adulto. De hecho, las dos novelas están narradas por Xavier y Jaime en la etapa adulta, pero con un énfasis muy importante en la infancia. El problema de Velasco es que no llega a reproducir el habla del niño, pues tiende, como en toda su narrativa previa, a pesar de la ironía y la frescura que lo caracterizan, a las florituras, a ser demasiado barroco y poco creíble. De la misma forma, Velasco no es tan abarcador - lo cual en sí mismo no es ninguna virtud ni defecto -, sino que se centra en la vida familiar, en las historias escolares, el descubrimiento de las pasiones, los miedos, los deseos e incluso de las pequeñas tragedias. De cualquier forma, el de Velasco es un libro más sintético y directo por momentos, mientras que el de Bayly tiende a perderse en algunos capítulos bastante prescindibles que la nostalgia le obligó a escribir.

Hay varias personas que consdieran curioso el que estos escritores hayan sacado un libro de recuerdos de la infancia a su cortad edad (45 años para el mexicano y 44 para el peruano), pero lo cierto es que la niñez queda ya muy lejos a los veinte. Lo verdaderamente importante es la manera en que se nos presentan dos de los tantos prototipos del niño: el introspectivo que quiere salvarse del mundo de los adultos - al que quiere y no quiere llegar - por medio de las realidades que él mismo crea, y el tímido que parece más superfluo pero a la vez más conciente de su realidad. Sin embargo, los autores se unen en el momento de las emociones, pues no presentan en ningún momento la infancia como un período de eterna felicidad. Aquí no hay personajes sufridos con historias dramáticas, hay niños que viven en mundos aparentemente inofensivos - quizá más inhóspito el de Bayly - y que de pronto, tarde o temprano, chocan abruptamente con la realidad, en tránsitos amargos en ambos casos, sin que los adultos que los rodean siquiera lo sospechen.

lunes, 7 de noviembre de 2011

As I Walked Out One Evening - W. H. Auden

As I walked out one evening,
   Walking down Bristol Street,
The crowds upon the pavement
   Were fields of harvest wheat.

And down by the brimming river
   I heard a lover sing
Under an arch of the railway:
   'Love has no ending.

'I'll love you, dear, I'll love you
   Till China and Africa meet,
And the river jumps over the mountain
   And the salmon sing in the street,

'I'll love you till the ocean
   Is folded and hung up to dry
And the seven stars go squawking
   Like geese about the sky.

'The years shall run like rabbits,
   For in my arms I hold
The Flower of the Ages,
   And the first love of the world.

But all the clocks in the city
   Began to whirr and chime:
'O let not Time deceive you,
   You cannot conquer Time.

'In the burrows of the Nightmare
   Where Justice naked is,
Time watches from the shadow
   And coughs when you would kiss.

'In headaches and in worry
   Vaguely life leaks away,
And Time will have his fancy
   To-morrow or to-day.

'Into many a green valley
   Drifts the appalling snow;
Time breaks the threaded dances
   And the diver's brilliant bow.

'O plunge your hands in water,
   Plunge them in up to the wrist;
Stare, stare in the basin
   And wonder what you've missed.

'The glacier knocks in the cupboard,
   The desert sighs in the bed,
And the crack in the tea-cup opens
   A lane to the land of the dead.

'Where the beggars raffle the banknotes
   And the Giant is enchanting to Jack,
And the Lily-white Boy is a Roarer,
   And Jill goes down on her back.

'O look, look in the mirror,
   O look in your distress:
Life remains a blessing
   Although you cannot bless.

'O stand, stand at the window
   As the tears scald and start;
You shall love your crooked neighbour
   With your crooked heart.

It was late, late in the evening,
   The lovers they were gone;
The clocks had ceased their chiming,
   And the deep river ran on. 
W. H. Auden