viernes, 25 de noviembre de 2011

La dama de los aforismos (Parte I)


Por Manuel del Callejo

La literatura subyuga. Ésa es su función: una mezcla de algo delicioso en medio del espanto. ¿O de qué otra forma describir esa sensación de angustia al sabernos dominados por las palabras, en una seducción tal que nos haría negar hasta nuestro nombre? Por supuesto que no cualquier libro logra esa maestría: el poder de dios (el de hacernos soñar, diría Vargas Llosa) está reservado solamente para algunas escasas obras del ingenio humano. El lector puede preguntarse: ¿qué obras? La respuesta ha sido motivo de interminable discusión por siglos, y a mí, con mi magro conocimiento, no me interesa para nada ahondar en el tema; hacerlo sería muestra de una soberbia tal que me abstengo por mero pudor. Y, creyente como soy de la libertad individual, no me queda más que esperar que cada lector saque sus propias conclusiones y responda con sus manos y sus recuerdos a esa pregunta esencial.
La idea del lector rendido ante un libro me viene especialmente luego de un descubrimiento que puede causar hilaridad, como si me proclamara inventor del agua fría, pero que en mi fuero interno ha sido un cataclismo apasionante. La dama en cuestión tiene nombre y apellido, y una mirada terrible para la memoria. Se llama Amélie Nothomb. Es belga. Nació en Kobe, Japón, en 1967. Aquí no hay contradicción: ser hija de un diplomático permite este tipo de gracias. Mi encuentro con su prosa, algo azaroso hay que admitir, es reciente y, por lo tanto, la quemadura que dejan sus novelas todavía arde a la menor provocación. Y exactamente eso es Nothomb: una eterna provocación.
Recuerdo la primera vez que me topé con libro suyo. Extrañamente, fue en una tienda departamental. Editorial Anagrama ya es una carta de presentación por sí sola, y aunque no se pueda confiar a ojos cerrados en ella, permite augurar una cierta calidad y alguna innovación en el valle de lágrimas que suele ser la literatura de hoy día. Es difícil para mí hablar de lo que se publica actualmente: me agarrota la nostalgia, la boca se me llena de un hambre de estética, de Nabokov, de finura en los detalles y de unos cuantos aires del inmortal Boom Latinoamericano. Me imaginaba de todo menos lo ansiado cuando leí la contraportada de Viaje de invierno. La trama, narrada en esas frases hechas únicamente para vender, me pareció completamente ajena a mi campo de intereses habituales: un hombre secuestrando un avión y dando como razón el “terrorismo de amor”. Vamos, no me parecía una provocación de verdad, que llegara a profundidad: me parecía más de la misma rebeldía vacía con que ciertos escritores contemporáneos adoran vestirse. Pero había algo ciertamente muy extraño ahí: la mención del amor. Cualquier lector promedio puede darse cuenta de que en los estantes actuales de literatura, el amor es un invitado incómodo que ya fue echado a patadas (de literatura seria, por decirle de alguna manera; novelas rosas siempre va a haber), como si fuera un lastre que ya ha sido superado en aras de la modernidad y la post-modernidad (lo que sea que eso signifique). De cualquier forma, aquella vez no compré el libro de Nothomb.

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