viernes, 13 de enero de 2012

Hechizo de las calles, cuento

Sebastián, aquel ser que camina por la calle de Manuel Bravo con dirección al andador turístico: alto, delgado, erguido, bastón en una mano, suéter de intelectual en la otra, boina sobre la cabeza nevada. El viejo asoma la cabeza, con instinto de perro, para revisar que no venga ningún carro y así poder cruzar la calle. En esos segundos de la tarde no pasa un alma, no existe un alma, no hay nada. Cruza rápido, de pronto sin pensarlo ya se encuentra en la otra acera. Camina unos pocos pasos más, y al tocar la primera piedra de cantera de la iglesia de Sangre de Cristo, comienza el hechizo. Siente cómo se le restira la piel de la cara, siente cómo le cambia la distribución de las fuerzas en el cuerpo. No siente, pero imagina, eso sí, su cabello volviéndose castaño, casi cobrizo, como solía ser hace más de cincuenta años. Sebastián no se ha detenido ni un momento, ni un respiro, él sigue andando, y ya da vuelta en la esquina de la misma iglesia, para dirigirse a Santo Domingo. Ahora es un joven que no pasa los diecisiete otoños. Anda, y sus pasos resuenan en los oídos como lo hacen los latidos acelerados del corazón cuando uno corre. Llegado el momento, alza la vista para contemplar la imagen: ese magistral convento dominico que surge del horizonte, interrumpiendo la tela extendida del cielo celeste y carente de nubes. Al llegar, distingue a la muchacha que busca, allá, detenida, muy quieta, contemplando inmutable la fachada principal del ex-convento de Santo Domingo. Se acerca hacia donde ella está, muy lentamente, como cuando el asesino se prepara para matar por la espalda, pero él no es en absoluto un asesino. Nunca ha sabido por qué, pero en ese punto del mundo, en el centro de Antequera, el sol es más intenso, deja un lengüetazo de fuego en la piel.

Cerca ya, Sebastián extiende la mano y la pone sobre el hombro desnudo de Sofía, acaricia esa piel blanquísima, pálida, impoluta, que dentro de muchos años estará tostada por la vida y por el astro mayor. Y ella sabe que es él y aunque no lo ve, no dice nada, lo deja recorrer su cuello, acercarse al mentón, a los labios, hasta que siente la sombra de otro cuerpo abrazándola por detrás y plantándole un beso largo en la mejilla. Sofía oye el viento correr, inesperadamente frío aquella tarde soleada. Suspiran ambos y empiezan entonces a caminar, tomados de la mano, dirigiéndose hacia la derecha, hacia esa calle que no lleva a ninguna parte. Al pasar junto a los magueyes que adornan la plaza de Santo Domingo, Sofía extiende la mano y roza la punta filosa de aquellas plantas con la yema de sus dedos. El viento vuelve a correr, cargado de esencias. Y ella toma luego el delgado rebozo que llevaba en la mano libre y se lo echa sobre los hombros, y así, las sombras que deja en el suelo de piedra danzan al aire. En las escaleras que bajan de la explanada a la banqueta, él la detiene y le clava el primer beso de verdad del día, y vuelve a hacerlo cuando ya han dado algunos pasos más. La sonrisa de adolescente tallándose delicadamente en el rostro de Sofía. Después, metros después, a la sombra de los edificios, caminan más lento que nunca. Otras pocas personas vagan por allí: un niño sigue corriendo las huellas de los rieles del tranvía desaparecido, en el piso. ¿Habrán visto alguna vez Sofía y Sebastián el tranvía cuando pasaba por la ciudad, tiempo atrás, bastante tiempo atrás? Sí, lo vieron, pero no, sencillamente no lo recuerdan ahora, en este momento. Recuerdan mejor otros instantes pasados, escenas aparentemente inconexas: cartas inundadas de perfume, Sebastián montado sobre un caballo llevándole gardenias a Sofía los domingos a la salida de misa de doce en la catedral, contactos de labios amparados en las fallas fugaces del alumbrado público, un boda prometida que nunca pudo realizarse, la primera vez que ella escapó de su casa para encontrarse con él en las calles del centro histórico… Visiones de una Antequera que no va a volver a ser jamás.

Finalmente, llegan a la puerta del Jardín Etnobotánico, abierto sólo en aquellas horas de la tarde. Sebastián hace una seña de saludo al guardia que cuida la entrada y al que regularmente le dan algunos pesos para que los deje pasar así, sin más, y se adentran de inmediato, con paso rápido, sin perder segundos. De paso, Sofía les echa una mirada distraída a los extranjeros que visitan el lugar. Junto a unos frondosos arbustos espinosos al final del Jardín, la muchacha se deja caer en el piso lleno de piedritas blancas. Sebastián la imita, se echa a su lado, y su cara es iluminada de lleno por los rayos de sol vespertino. Ambos esperan atentos a que nadie venga, esa costumbre vieja de toda la vida. No hay pudor, ni miedo, ni nada, pero hay costumbres que cómo tardan en morir. Inclinándose sobre ella, el hombre, el muchacho, une sus labios y comienza a acariciarle el cuerpo extendido en el firmamento. Los colores del día no han cambiado cuando Sebastián empieza a desabrocharle la blusa y a internar sus manos en la falda. A su manera, íntimamente, se desnudan completamente, aunque permanecen vestidos. Un dedo largo recorre la piel suave, virginal sin serlo, de la mujer que ha volteado la mirada para contemplar todas las plantas del Jardín sin verlas. La familia de extranjeros no imagina siquiera lo que ocurre a unos doscientos metros de ellos, en un pequeño espacio cerca de un árbol frondoso y detrás de unos arbustos. Con las piernas cruzadas alrededor de las caderas de Sebastián, Sofía siente de nueva cuenta aquel viento, y siente también los lengüetazos de sol acariciándole la piel de los muslos, del pecho, los ojos cerrados. Lo besa para ahogar los gemidos y no alertar a nadie, pero sobre todo, para no alterar el silencio infinito del lugar. Un suspiro. Antes de caer rendido a un lado, él interna su cara en los cabellos largos y ondulados de Sofía, cabellos de café oscuro, tanto por el olor, como por la tonalidad. Luego Sebastián deja que ella lo abrace y lo retenga, que busque en su cuerpo el aroma a libro viejo que tanto le gusta. Y más tarde, con una calma eterna, como si hubieran pasado semanas, componen su aspecto, se acomodan las ropas, se reajustan los zapatos, se besan, y siguen sin decir nada. No miran el reloj de la muñeca de Sebastián, pero de repente se levantan y caminan hacia la salida. En el camino, Sofía le planta con una sonrisa un último beso que anticipa el encuentro de mañana, y el de toda la vida: misma hora, mismo lugar, mismas calles, mismas personas, mismas sensaciones, mismos detalles, mismas pequeñas sorpresas.

Y después ella se marcha, sale del Jardín, observa la calle de Reforma en busca de un vacío ente los automóviles que le permita pasar al otro lado. Él se queda ahí, recargado sobre el muro de piedra antigua, viendo a la mujer con la que no pudo casarse hace más de cincuenta años por ser demasiado pobre, y con la que ahora no se casa porque sencillamente ha pasado demasiado tiempo. Luego de cruzar, desde la otra acera, Sofía vuelve la vista y echa una mirada de despedida. Aquella mujer que camina sola mientras el cielo oscurece, una señora que pasa los sesenta y tantos perdiéndose en la infinitud del crepúsculo en esa ciudad tan extraña, una luna que se derrama en sus cabellos y los tiñe con su luz, Sofía volviendo a tomar el chal para protegerse del frío y de la edad, aquella mujer alejándose del hechizo de las calles.

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